jueves, 8 de abril de 2010

DEL ORIGEN DE LOS SERES VIVOS

“... Los descendientes de las primeras células vivas se expandieron por la Tierra hasta tejer una red bacteriana planetaria y ocupar gradualmente todos los nichos ecológicos. Impulsada por la creatividad inherente a todo sistema vivo, esta red planetaria de vida se expandió por medio de mutaciones, intercambio de genes y simbiosis produciendo formas de vida de complejidad y diversidad siempre crecientes.


Plantas, hongos y animales deben su existencia a una transformación en virtud de la cual bacterias diminutas y elementales se convirtieron en células grandes y dotadas de una organización compleja. La biosfera estaría repleta de procariotas si no se hubiera dado el avance extraordinario del que surgió una célula perteneciente a un tipo muy distinto en la organización de la vida: los eucariotas, es decir, células que posee un núcleo genuino.

Las consecuencias de este acontecimiento marcaron el inicio de una nueva época. En nuestros días todos los organismos pluricelulares están constituidos por células eucariotas, que tienen una complejidad mucho mayor que los procariotas.

Si no hubieran aparecido las células eucariotas, no existiría ahora la extraordinaria variedad, tan rica en gamas, de la vida animal y vegetal en nuestro planeta; ni tampoco habría hecho acto de presencia el hombre para gozar de tamaña diversidad y arrancarle sus secretos.

Con las herramientas de la moderna biología, los investigadores han descubierto parentescos reveladores entre bastantes rasgos eucariotas y procariotas, que arrojan luz sobre el proceso de cómo los eucariotas pudieron originarse a partir de las células procariotas:

Las eucariotas tienen un tamaño mucho mayor que las células procariotas (en términos de volumen unas 10.000 veces); asimismo, el depósito de su información genética está mucho más organizado que en las primeras. En las células eucariotas la mayor parte del ADN se almacena, de un modo mucho más estructurado, en los cromosomas. Estos se agrupan a su vez dentro de un recinto central bien definido, el núcleo. Los elementos esqueléticos del interior citoplásmico aportan a las células eucariotas el sostén estructural interno. El citoplasma, bolsa envolvente del núcleo, posee varios millares de estructuras organizadas, los orgánulos, cuyo tamaño y estructura viene a ser el de una célula organizada. Entre los orgánulos destacan las mitocondrias (orgánulos en los que tiene lugar la respiración aeróbica que permite la obtención de energía a partir de los nutrientes), los peroxisomas (que realizan diversas funciones metabólicas), y, en las algas y células vegetales, los plastos (donde acontece la fotosíntesis). Por cierto, cada uno de estos orgánulos contiene sus propios genes.

Ni las plantas ni los animales aparecieron sobre la Tierra hasta que las bacterias hubieron sufrido al menos 2.000 millones de años de evolución social y química. De hecho, no sólo los animales y las plantas, también los hongos, son nuevos en la Tierra

¿Qué fuerzas habrán impulsado la evolución de un procariota primitivo hacia una moderna célula eucariota? Dos factores parecen ser los que habrían posibilitado ese empuje potencial: 1) supervivencia y 2) reproducción:

1) Supervivencia entendida como la capacidad para crear una superficie con pliegues profundos que permitiría al organismo expandirse hasta alcanzar tamaños mucho mayores que los de los procariotas habituales, incrementando así la superficie disponible para la captación de nutrientes y la excreción de los materiales de desecho, factores ambos limitantes del crecimiento de cualquier célula.

Está dentro de lo verosímil que la selección natural primara el aumento de tamaño en vez de la división celular por la sencilla razón de que los pliegues profundos incrementarían las posibilidades de la célula a la hora de obtener alimentos, dada la propensión de las membranas biológicas para el autosellado (tal y como ocurre con las pompas de jabón). La digestión habría pasado a constituir un proceso intracelular, dejando de ser extracelular. Ya no necesita depender del sitio en el que se producen los excrementos de otros para alimentarse. Una célula eucariota estaría así dotada de una organización eficiente para alimentarse de bacterias, un poderoso cazador que habría dejado de estar condenado a residir entre depósitos de alimentos y ahora podría moverse con entera libertad por el mundo persiguiendo activamente su presa.

Esta capacidad para crear superficies con pliegues profundos, curiosamente, se mantendrá como una línea «mimética» en todo el proceso evolutivo, a saber; poseer las mismas soluciones funcionales en diferentes estructuras biológicas, para poder adaptarse, interaccionar, de forma más eficaz con al medio ambiente. Pongamos un ejemplo, al estudiar los ammonites, moluscos cefalópodos prehistóricos protegidos por una concha única, muy larga y generalmente enrollada en una espiral plana, que podía alcanzar hasta dos metros de largo, el profesor Pérez Claros, Paleontólogo de la UMA, propone que al aumentar la complejidad aumentaba también la superficie para intercambio de líquidos entre el medio externo y el interior de la cámara, así como el proceso de la respiración de estos cefalópodos. Llama la atención el grado de complejidad que puede alcanzar el diseño de su caparazón: La concha se encuentra tabicada formando cámaras de gas, separadas mediante tabiques, para flotar. La unión con el exterior de la concha deja una línea de sutura que refleja el arrugamiento de los tabiques. Estas suturas a lo largo de la evolución fueron aumentando su complejidad, bellas y enrevesadas.

Otras estructuras biológicas siguen el mismo patrón, necesitan aumentar mucho su superficie dentro de un cuerpo cerrado para cumplir su función. Por ejemplo, para aumentar el tamaño del cerebro sin hacer crecer la cabeza, la evolución recurrió a repliegues del cerebro o circunvoluciones que amplían su superficie sin variar su volumen. Lo mismo ocurre con nuestro intestino delgado, cuyos siete metros están replegados sobre sí mismo aumentando la superficie de absorción del alimento. O con los alvéolos pulmonares…

2) El otro factor es la reproducción sexual entendida como una unión de material genético que produce una forma individual procedente de más de un progenitor. La especialización celular exige la invención de una nueva forma de actuación, esta especialización disminuía progresivamente la capacidad de autorreparación y regeneración. El sexo meiótico de las plantas y animales implica dos procesos recíprocos: la reducción a la mitad de número de cromosomas para producir esperma, óvulos o esporas y la fecundación que restablece el número original de cromosomas. No es la recombinación genética, el empalme y corte de fibras de ADN, característico del sexo bacteriano.

Parece que es el momento de recordar una consecuencia inevitable de este modo de vida sexual; la muerte programada de los seres pluricelulares. Las bacterias pueden morir por causas externas, hambre, desecación, venenos, pero su muerte por destrucción carece de una programación natural e incorporada. La multicelularidad y la creciente complejidad y sus elaboradas historias vitales, programaron la muerte, el macabro precio que hubo que pagar por la sexualidad meiótica. Lynn Margulis habla de que la muerte es como una especie de enfermedad de transmisión sexual.

En esta línea se explica la evolución plausible de un pequeño procariota hacia una célula gigante que reuniera algunas de las notas principales de las células eucariotas, a saber, núcleo con envoltura propia, vasta red de membranas internas y capacidad de atrapar alimento y digerirlo internamente.

PROCARIOTAS

En un borde del hielo de agua dulce de Isua, al suroeste de Groenlandia, se encuentra un afloramiento de roca, cuarzo, calcita y arcilla, en el que aparecen las rocas sedimentarias más antiguas del mundo. Tres técnicas de datación diferentes indican que esos sedimentos tienen casi 3.800 millones de años. Y esos sedimentos implican que en esa época éste era un mundo con océanos de agua líquida, cubierto por una atmósfera que contenía dióxido de carbono.

En las colinas de Jack, en Australia occidental, se encontraron cristales de zirconio en sedimentos mucho más jóvenes, tienen casi 4.300 millones de años, menos de 250 millones desde la formación de la Tierra.

Tierras muy antiguas se han encontrado en las riberas del río Acasta, en los desiertos del noroeste de Canadá. Una datación reciente de las muestras indica una antigüedad de poco más de 4.000 millones de años.

Todo esto indica que siempre hubo alguna forma de continente, incluso en época tan temprana.

Sorprendentemente, en estos remotos tiempos de la formación de la Tierra, hace 4.000 millones de años, ya hay presencia de seres vivos. Los llamados Procariotas se expandieron por la Tierra, eran células sencillas, sin núcleo, fundamentalmente sacos de ADN y materia orgánica protegidas por una membrana y defendidos del mundo exterior por una pared celular, externa y rígida. El más diminuto de ellos es una bacteria que tiene forma esférica, conocida como Micoplasma, con diámetro menor a una milésima de milímetro y un genoma con un solo bucle cerrado de la doble hélice de ADN. Pero esta mínima célula funciona de manera constante en una compleja red de procesos metabólicos que introduce nutrientes y expulsa residuos. Sólo pueden vivir en un entorno químico muy preciso y bastante complejo, necesitando de un considerable aporte de energía.

En la actualidad en Australia occidental, a unos 650 kilómetros al norte de Perth, en charcas salobres, se encuentran unos grupos de seres vivos llamados estromatolitos. Son colonias de vida microbiana en capas superpuestas, con diferentes caminos metabólicos, que viven en armonía. Las criaturas de la parte de arriba, llamadas cianobacterias (algas verdeazules) viven de la energía del Sol y del dióxido de carbono y es obvio que pueden sobrevivir en presencia del oxígeno. Esos microorganismos, que miden poco más de dos milésimas de milímetro, contienen la molécula de la clorofila, que les permite absorber la luz y utilizar la energía para dividir el dióxido de carbono en carbono, para su propia nutrición orgánica, y oxígeno, que se libera a la atmósfera como gas de desecho.

Bajo esta capa hay bacterias que son completamente anaerobias, prosperan gracias a los productos de desecho procedentes de las bacterias que tienen arriba. Mientras no hubo depredadores vivos, las bacterias pudieron prosperar. En cuanto surgieron formas más complejas de vida, que podían comerse a las bacterias, se acabó su apogeo, salvo en sitios extremadamente ácidos o calientes en los que no progresan otros tipos de vida.

En las chimeneas negras, citadas en el capítulo anterior, se descubrieron especies de seres vivos que prosperaban a su alrededor, desde decenas de bacterias hasta grandes animales tubículas que se alimentaban de ellas. Algunas bacterias se atracan de azufre, y para otras el oxígeno es un veneno. En este mundo oscuro de medianoche podemos encontrar lo que queda de nuestros ancestros más antiguos.

Las bacterias anaerobias hipertermófilas proporcionan a la humanidad dos servicios impagables. El primero es que ofrecen a los microbiólogos indicadores vivientes del pasado. Se han retirado a aquellos lugares que todavía se parecen a los de sus comienzos (de hecho, las bacterias que extraen nitrógeno de la atmósfera para usarlos en las moléculas orgánicas están limitadas, incluso hoy, a medios fundamentalmente anaerobios). El segundo servicio -más importante para el resto de la humanidad y, desde luego, para el resto de la vida sobre la Tierra- es que, al aferrarse a lugares inaccesibles, se aislaron de las catástrofes inevitables ocurridas después. Protegidas del bombardeo de los meteoritos, de las fluctuaciones del clima y demás desastres, sirvieron muy probablemente para mantener vivo al planeta durante los tiempos difíciles, de modo que algún día pudiéramos aparecer nosotros para preguntarnos cómo ocurrió.

Trabajando al unísono, billones y billones de cianobacterias terminaron por dar otra forma a la atmósfera del planeta. Afortunadamente el planeta nos echó una mano, de todas formas a las pacientes cianobacterias les costó más de 1.000 millones de años hacer una mella significativa en la biosfera. Fue tiempo suficiente para que la vida no sólo desarrollara mecanismos nuevos de protección eficaces, sino para convertir esta nueva capacidad en una ventaja que, más adelante, hizo posible la vida tal como la conocemos.

Los microorganismos dominan a la perfección el metabolismo y la reproducción en sus versiones básicas de la vida:

Las bacterias, como ya hemos apuntado, tomaron el hidrógeno que necesitaban del aire, después tomaron el sulfuro de hidrógeno eructado por los volcanes. Las bacterias verdeazuladas arrancaron átomos de hidrógeno del agua. El oxígeno fue expulsado como un producto metabólico residual.

La enorme versatilidad, durabilidad, variedad de capacidades que presentaban estos primeros seres vivos sobre la tierra fueron transformando la superficie del planeta y su atmósfera e inventaron, en miniatura, todos los sistemas químicos esenciales para la vida. Su antigua biotecnología condujo a la fermentación, a la fotosíntesis, a la respiración de oxígeno y a la fijación de nitrógeno atmosférico en forma de proteínas. Pueden realizar más de veinte procesos metabólicos, metabolizando muy diferentes sustancias químicas: metano, azufres, sales, etano, hidrocarburos…

El resultado es un planeta convertido en fértil y habitable para formas de vida de mayor tamaño gracias a la expansión mundial de las bacterias que se comunican e intercambian genes. La salinidad de nuestros mares, la composición de gases en la atmósfera, el equilibrio térmico o la presencia de agua líquida sobre la tierra se lo tenemos que agradecer, por lo menos en parte, a «esos microbios». Los microorganismos son los que hicieron habitable el planeta para el resto de las criaturas. El oxígeno, gracias a las cianobacterias que utilizaban hidrógeno, quedó liberado,

La reproducción se produce simplemente por desdoblamiento, división o brote. Primero se elabora una copia del material genético e inmediatamente el intercambio de dicho material. Transcribo la metáfora que Lynn Margulis propone para ilustrarnos sobre la forma de transmisión genética que presentan las bacterias, ya lo contaba en mi trabajo anterior: Imaginemos que en una cafetería usted ve a una persona de pelo verde. En este breve encuentro, se apropia de la parte de información genética en la que se codifica el factor pelo verde, y quizás de alguna otra característica. Ahora no sólo puede legar a sus hijos el pelo verde, sino que al salir de la cafetería podrá tener el pelo verde.

Las bacterias se permiten realizar este tipo de adquisiciones causales y rápidas en cualquier momento. Simplemente hacen que sus genes se esparzan por los fluidos circundantes. Todo ello es posible gracias a que el ADN no está firmemente encapsulado, sino que está libre en el citoplasma, se establecen rápidos puentes entre bacterias que producen nuevos grupos bacterianos genéticamente. La secuencia de la generación de muchas bacterias se producen en sólo unos minutos, el problema se presentará al tener que procurar un suficiente suministro de alimento para este universo bacteriano.

Las bacterias no tienen edad ni conocen la muerte si no son destruidas por influencias externas; exceso de calor o falta de alimento. En el primer caso, la única solución que les quedaría para sobrevivir es el letargo invernal, que puede mantenerse por miles de millones de años (bacillus). O si escasea el alimento algunas bacterias pueden crear formas latentes (esporas) hasta que mejoren las condiciones (ántrax).

A partir de los años setenta métodos nuevos favorecieron un estudio más fiable del mundo de los procariotas:

Zuckerkandl y Pauling, del Instituto de Tecnología de California, idearon una estrategia revolucionaria. En vez de ceñirse a los caracteres anatómicos o fisiológicos, (irrelevantes en el campo de los microorganismos) se plantearon la posibilidad de utilizar diferencias en genes o proteínas para trazar parentescos y dependencias. La filogenia molecular, así se llama el método, resulta ser de una lógica implacable… Posteriormente Carl R. Woese estableció un nuevo "cronómetro molecular universal”. Un parámetro para determinar distancias evolutivas: el ARN ribosómico microsubunitario.

Según estos estudios la estructura del nuevo árbol de la vida hay que buscarlo en un proceso de la evolución, que ni es lineal (pasar de una célula progenitora a sus descendientes) ni tan parecida a la estructura dendriforme que Darwin imaginó. Hoy en día se plantea la transferencia horizontal, en la que se transmiten genes individuales, o serie de ellos, de un individuo a otro.

En la profundidad del dominio procariota, sería impropio imaginarse un tronco principal. No habría en ningún caso, una célula que pudiera reputarse el último antepasado común. El antepasado ancestral no fue un organismo particular, un linaje exclusivo, sino más bien un tropel de células eclécticas y cambiantes que se fundieron en un tupido césped de interconexiones.

Es evidente que la vida actual evolucionó a partir de bacterias que prosperaban sin oxígeno, puede que incluso sin luz, y sólo en agua caliente, alimentándose del calor de la Tierra. En la Tierra primitiva e infernal, los respiraderos hidrotermales y los manantiales que salpicaban los fondos oceánicos escupieron en abundancia vapores tóxicos y diversas combinaciones minerales. Hay toda una plétora de bacterias, arqueas hipertermófilas, acidófilas, que obtienen energía a partir de donantes inorgánicos de electrones y utilizan los gases producidos cerca de los respiraderos, entre ellos el hidrógeno puro y el sulfato de hidrógeno.

Mediante la fotosíntesis y la respiración se abre camino un cambio para siempre, no sólo de la vida sino de la Tierra. Son los dos más profundos avances en la historia de la Tierra. Una vez que fue posible la fotosíntesis, la vida tuvo libertad para salir a la superficie y extenderse por todo el planeta.

Cuando el azúcar comenzó a escasear, superaron esta primera crisis energética con el descubrimiento de la fotosíntesis: el arte de vivir del sol, el agua y el aire. Las bacterias verdes del azufre, utilizaron la luz del sol para producir azúcar. El Rhizobium vive en simbiosis con las leguminosas y los cloroplastos inicialmente eran bacterias que se establecieron definitivamente en las células de las plantas, pero esto lo vamos a ver a continuación.


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